La estación oscura o Samhain en la tradición celta daba paso a los fríos meses de invierno. En el norte de España también se celebra con otros nombres como magosto o castañada. En los pueblos anglosajones se quiere imitar a la tradición celta como fecha de transición o de paso hacia el otro mundo llamándolo, conectado con la tradición cristiana, con el nombre de Halloween, mezclando ritos paganos con tradiciones religiosas.
Cuarenta días después del equinoccio de otoño empezaba tradicionalmente la muerte de la Naturaleza, el letargo, el silencio angosto, el lúgubre tiempo del reposo. Las tradiciones que nacían de la tierra daron paso a las tradiciones que se convirtieron en ritual necesario para optimizar y explicar la relación de la muerte de la Naturaleza con la propia muerte humana. De esa inevitable relación nació la celebración de todos los Santos, de los vivos y de los muertos.
Ayer en O Couso llenamos la ermita de velas para simbolizar la luz interior que brilla inclusive en los momentos de mayor oscuridad. La estación oscura es un buen momento para florecer la luminaria que todos llevamos dentro. Éramos trece. Cantamos algunas alabanzas y canciones cargadas de emotividad. Encendimos trece velas cuya luz iba pasando de uno a otro expresando la importancia de la transmisión de luz, reconocimiento y cariño a todos los presentes. Honramos a todos los santos, a los vivos y a los muertos, pero especialmente a todos los santos anónimos que trabajan día y noche por hacer de este mundo bueno, un mundo mejor. Esos santos que se manifiestan en la labor de la madre paciente con sus hijos, en los trabajadores que hacen largas jornadas para llevar el pan a los hogares, de aquellos que sacrifican su vida por mejorar la vida de los otros, de los abuelos que pacientemente cargan con la responsabilidad de transmitir lo mejor a las siguientes generaciones. La lista de santos anónimos era interminable, y a todos ellos quisimos rendirle homenaje.
Nuestra fiesta fue precedida de un paseo por el bosque y los prados y un aluvión de sonrisas y carreras por la hierba jugando con unos y con otros. Ninguno se disfrazó de vampiro o muerto viviente ni tuvimos necesidad de bucear en mayores complejidades. Algo sencillo, angosto, pero lo suficientemente impactante para crear un ritmo acelerado en nuestro interior y el recuerdo inolvidable de un compartir único.
Nace la estación oscuro ahí fuera. Es momento de interrogarnos sobre la importancia de encender el caldero interior, la luminaria de nuestro espíritu para que caliente nuestras vidas con sentido, con dirección, con propósito. Es tiempo de celebrar la cosecha del verano y de repartir los bienes con los otros. Es tiempo de abrir los brazos al mundo para envolver con cariño a todo aquel que lo necesite.
Comimos castañas bajo la luz de las velas y el calor humano que nace de la común unidad. Nos mirábamos tímidos a los ojos reconociendo en el otro esa luz que brilla con fuerza y expresión. Nos sentimos afortunados por haber creado de repente una familia unida por algo más que palabras. La conclusión fue clara: realmente todos somos santos. Sólo debemos conservar y compartir esa luminiscencia.
(Foto: Gracias a los amigos y familias que hicieron largos viajes para celebrar con nosotros estos bonitos días. De nuevo mucha emoción y mucho cariño en todo lo que aquí hemos vivido. El agradecimiento siempre es eterno. Gracias Eva y Jorge y sus hijos Giomar y Guillermo. Gracias a María abuela, María madre y sus hijos Jimena y Pedro. Gracias a Rossana y su amiga Jessica y también a Carolina, Laura y Javier. Gracias a todos los santos que nos acompañan día y noche desde vuestros lugares de origen).