Las fuerzas etéricas se representan de mil maneras. Aunque el sol aparecía tímido entre las nubes, hoy la luz presagiaba que la primavera está dentro del germen de la existencia. En las sutilezas de los sonidos del bosque y de los colores que la luz hacía brotar de forma cálida, se presagia la próxima explosión de vida. Algún día no muy lejano tendremos capacidad de poder “ver” esas fuerzas etéricas en sus diferentes planos. No sólo las fuerzas que se transmiten a través del sonido y los colores, sino también aquellas que son penetradas por la luz y la mente. Si poseemos un mínimo de esa visión, podemos ver como se tiñe el mundo en todas sus manifestaciones, y como el término “verdad” o “ley” se transforma poco a poco con cientos de matices diferentes.
Desde esa visión, uno puede ver un árbol y saber que es un árbol al mismo tiempo que penetra en su color, en su vibración, en su sonido, en su luz y en su pensamiento simiente y observar como la “verdad” sobre su naturaleza crece y se amplia. El árbol emite una nota clave, al igual que todos los seres que habitan el universo. Uno puede, si fijamos la atención en esta particular visión, pensar que es una u otra cosa.
Todos tenemos un pensamiento o una historia sobre nosotros, una particular visión sobre lo que creemos que somos, o sobre lo que creemos que es la “verdad” de las cosas. Pero esa visión es solamente una distorsión al no comprender la totalidad de lo que somos. Nos falta información sobre nosotros mismos. No sabemos cual es nuestra nota clave, nuestra vibración, nuestro color, nuestro sonido. No sabemos como se desarrollan nuestros pensamientos ni desde qué dimensión. No tenemos capacidad para discernirlos, y tampoco para saber si su naturaleza es abstracta o concreta, astral o mental. Tampoco sabemos mucho sobre nuestro hilo de vida o de consciencia, ni siquiera sobre ese abanico de emociones que nos gobiernan sin darnos cuenta. La ira, el miedo, la frustración, la pena, el odio, la tristeza, el celo, la vanidad, el orgullo… Hay cientos de variables que se nos escapan sobre nuestros acontecimientos personales, sobre lo que creemos que somos y sobre lo que creemos que es el mundo.
Hoy mirábamos desde la ventana que separa nuestro pequeño mundo del vasto universo que se abre tras el cristal. Hay un bosque salvaje que palpita mientras los pajarillos cubren los huecos entre la arboleda. Sus cantos crean un sonido en las copas, ese lugar donde aún no ha llegado la civilización y donde la vida se ve desde otra perspectiva. Fijan la mirada en el comedero esperando que se llene con alguna migaja de pan que comerán entre vuelo y vuelo.
Desde la visión etérica se puede ver ese baile y ese concierto de forma abrumadora. Uno se emociona aún más ante las maravillas de la naturaleza, y expande la visión del alma, alejado del ruido de la civilización, para gozo de la creación. La visión de este bosquecillo aún salvaje, sin que la mano humana haya puesto sus garras sobre las zarzamoras que crecen protegiendo los primeros tallos de la primavera, crean un entorno privilegiado para dotar a la vida de otro significado. Aquí las pequeñas verdades dejan de existir para dar paso a un conjunto mayor, a una escogida parcela de vida. A veces podemos subir en el vuelo de alguno de estos pajarillos que pululan de un lado para otro y subir a las copas de los árboles. Allí la visión es amplia y la civilización desaparece para dar paso a la más estrecha colaboración con la existencia. El privilegio es razonable y sólo las cárceles conceptuales sobre las cosas nos alejan una y otra vez de este paraíso natural. Somos afortunados por esta grandeza. Somos afortunados por poder apreciarla en amplitud.